Metida debajo de un puente de la capital, se puso a pensar en lo tanto que odiaba a Mirna. Odiaba su bastón y sus pies arrastrándose por el pasillo de la casa tan-café. Como detestaba el quejido nocturno que no la dejaba dormir. Y el quejido diurno que le hacía dudar de su cordura interespacial.
Pensaba lo díficil que era mantener la calma al ver como escupía pedazos de lloriqueos falsos y cínicos. ¡Por Dios! Todos los días tomaba su pastillita de Ego que era más eficaz que el Artebral recetado por un doctor de ojos buenos, tanto que le había gustado a Mirna.
A veces, ella murmuraba frases con sabor a libertad a la hora del alumuerzo. Frases que interrumpían las historias pasadas a naftalina(ouch!) de la muy amargada.
Le costaba contraer la cara para poder formar una sonrisa casi-amable, cuando la Mirna le iba a regalar un Toffee o las sobras de un chocolate añejo de la Navidad pasada. Se le cortaban las cuerdas vocales gritándole :¡Gracias! Porque de otra manera no hubiese escuchado, hubiese sido mejor.
Ya casi amanecía, mejor se iba a un parque.